viernes, 28 de mayo de 2010

Me desprendí de un árbol mágico donde no tenia que pensar, ni ser, ni hacer, ni desear nada, entre en este cuerpo, me volví masa y me puse triste.

El verbo marco las distancias entre los átomos y mis palabras, ahora me muero porque quiero, aunque no sepa hablar con mi muerte, y no mejoro porque me gusta estarme muriendo. Me gusta que me digan ¡oye niña despierta! para reír por dentro de puro desprecio, me encanta que me dejen para llorarles, embarrarme las manos con el olor de la memoria que me hostiga el cuerpo, para después negarlo todo y hacer un escándalo; explotar de voces y de nombres; y así tener la impresión de un presente que pueda ser vivido, aunque ya lo sepa, que es el otro instante pasado el que se me viene encima como mosca desquiciada a zumbar en mi cabeza, a hacerme un hueco en la cadera. Me gusta juntar las extremidades hacia el centro y ponerme a sentir el fuego, imaginar aquello que solo de imaginar vive. No quiero entender el misterio de habitar la tierra; quiero el cansancio, que me devuelve el respiro tranquilo, la fatiga deshumanizante que es lo único que siento natural, la pobreza de ese instante abriéndose a la nada como sombra desinteresada, los sueños que al despertar no recuerdo y no dejan en mi la impresión de la experiencia, simples como el latido, formas invisibles de la conciencia, que evocan mi libertad de la continuidad y la memoria. Quiero irme, a donde no soy esta y la persona que invento no es toda su necesidad y todo su castigo, donde la realidad es el puro respiro y no siempre una consecuencia. Estar a punto de quedarme dormida, espacio único de ser, mi ser, el que es…

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